HISTORIA
16 de junio de 2025
A 70 años del mayor ataque terrorista de nuestra historia

El 16 de junio de 1955, aviones de la Marina bombardearon la Plaza de Mayo y dejaron más de 300 muertos y 600 heridos en el peor ataque de un sector de la Fuerza Armadas contra el entonces gobierno justicialista. El objetivo era matar al presidente Juam Perón y sembrar el terror. Lo lograron. Pero también desataron una tragedia que marcó a fuego el destino del país y anticipó la caída del peronismo, meses después.
A eso de las nueve de la mañana del 16 de junio Perón recibió al general Lucero con un marcado gesto de preocupación. Perón sabía que estaba programado un desfile aéreo en desagravio a la bandera, pero Lucero tenía información sobre que ese desfile podía ser aprovechado para bombardear la Casa de Gobierno y a su principal ocupante, y convenció al presidente de trasladarse a su despacho en el Ministerio de Guerra cruzando la avenida Paseo Colón.
Desde su nueva ubicación, a las diez y media en punto, Perón pudo escuchar el sonido inconfundible de los aviones Abro Lincoln y Catalinas de la aviación naval comandados por el contraalmirante Samuel Toranzo Calderón. Era un ruido inesperado, nuevo en Buenos Aires, que se estrenaba como la primera capital de Sudamérica en ser bombardeada por sus propias Fuerzas Armadas, curiosamente por la Marina.
Los aviones, que habían partido de Punta Indio, llevaban pintadas en sus colas una ve corta y una cruz. El “Cristo Vence” reemplazaba al “Viva Perón”. Curioso eslogan de alguien que sale a matar que recordaba a aquel fanático católico falangista, Millán de Astray, que llegó a pronunciar la metafísica frase: “Viva la muerte”.
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Las primeras bombas cayeron a unos pocos metros de la pirámide. Dos de cien kilos cada una impactaron sobre la Casa Rosada, fueron las lanzadas por el capitán de fragata Néstor Noriega. Una de ellas destrozó a un colectivo repleto de pasajeros. Al enterarse de los hechos, la CGT convocó a la Plaza a defender a Perón. El general trató de parar la movilización y desde su puesto de comando en el Ministerio de Guerra le ordenó al mayor Cialzetta que le pidiera a la CGT que no movilizara a los trabajadores para evitar víctimas, pero ya era demasiado tarde. Perón tenía claro algo que los dirigentes cegetistas parecían no ver. El General sabía que los atacantes no se detendrían ante nada y que no se conmoverían ante ninguna barrera humana.
Para las 18.15 eran cientos los descamisados que se reunieron a defender su gobierno en la histórica plaza cuando una nueva oleada de aviones espantó a las desconcertadas palomas y arrojó su mortífera carga de nueve toneladas y media de explosivos sobre la multitud. En la Plaza de Mayo y sus alrededores quedaron los cuerpos de 355 civiles muertos y los hospitales colapsaron por los más de 600 heridos. Se había perpetrado el peor ataque terrorista de la historia argentina. Sus autores eran “respetables” militares y civiles que se frotaban las manos imaginándose el triunfo de un golpe militar que iba a volver a la “negrada”, a los “cabecitas”, a los lugares de los que nunca debieron haber salido. Pocos meses después, ya con la Revolución Libertadora triunfante, uno de los golpistas, el contraalmirante Arturo Rial, le recordó a un miembro del sindicato de trabajadores municipales: “Sepan ustedes que la Revolución Libertadora se hizo para que en este país el hijo del barrendero muera barrendero” (1).
Los autores de este brutal ataque nunca contaron con la capacidad de lucha y resistencia del pueblo argentino que, consciente de sus derechos adquiridos, no estaba dispuesto a perder lo que le había costado tanta sangre, sudor y lágrimas conseguir. Entre los autores intelectuales de aquel horror había varios civiles unidos no precisamente por el amor sino por el espanto que estaban dispuestos a provocar. Algunos de ellos eran el líder empresarial Raúl Lamuraglia, el socialdemócrata Américo Ghioldi, el radical unionista Miguel Ángel Zavala Ortiz, el conservador Oscar Vichi y los nacionalistas católicos Mario Amadeo y Luis María de Pablo Pardo
La versión de los asesinos barre con toda capacidad de asombro. Esto decía un volante de la “marina de guerra en operaciones” titulado increíblemente: “Responsabilidad de Perón y la CGT en la matanza de Plaza de Mayo”. El texto es el siguiente: “Comparando los acontecimientos con las declaraciones DEL PROPIO PERÓN, es fácil determinar quiénes son los culpables de la matanza de civiles, durante los bombardeos de la Marina de Guerra.
”La Marina de Guerra se sublevó, enviando al Gobierno un ultimátum de rendición. Al rechazar ese ultimátum y apelar al Ejército, el Gobierno se colocaba en actitud beligerante. Desde ese momento dos fuerzas militares lucharían. Perón sabía que la Marina no salía a ‘desfilar’, sino a combatir a muerte.
”¿Por qué motivo, entonces, Perón permitió que la CGT, con criminal inconsciencia, convocara al Pueblo a Plaza de Mayo…?
Espacio publicitario”¿Cómo es posible que los dirigentes de la CGT hayan sido tan criminales como para llevar a la gente al matadero, sabiendo que con palos no se puede hacer frente a aviones ni a ametralladoras…?
”Perón mismo lo ha dicho: Nosotros tuvimos conocimiento de la rebelión y de sus planes unas horas antes…¡Y conociendo la rebelión y los planes de bombardeo, Perón hace que la CGT convoque a su querido ‘pueblo’ a Plaza de Mayo para ser quemado! Una sola cosa explica esta infamia: Perón creyó que a la vista del Pueblo, la Marina de Guerra desistiría de sus propósitos. Es decir, que una vez más, Perón utilizó a los trabajadores como escudo de sus designios…”.
Si hasta aquí el lector se quedó sin palabras, prepárese para lo que viene: “Si los radicales o ‘los clericales’ hubieran invadido la Casa de Gobierno, Perón hubiera tenido derecho a convocar a la CGT : Hubieran sido dos fuerzas civiles combatiendo en igualdad de condiciones. Pero, desarrollándose la lucha entre FUERZAS MILITARES, convocar al pueblo indefenso al teatro de las operaciones ¡¡es criminal, infame, cobarde y ruin!! Y la CGT, que se prestó para esa carnicería, es juntamente con Perón responsable de esa canallada ante la clase trabajadora. No lo olvidará jamás el Pueblo…” (2).
Tras concretar su masacre, los pilotos que habían demostrado su total desprecio por la vida humana ametrallando a columnas enteras de trabajadores volaron hacia Montevideo, donde recordaron repentinamente que existían los derechos humanos, particularmente el de asilo.
Perón habló esa noche por la cadena nacional de radio y televisión. En los pocos televisores que había en la Argentina se pudo ver a un Perón desencajado, dolido que decía: “… lo más indignante es que hayan tirado a mansalva contra el pueblo (…) Es indudable que pasarán los tiempos, pero la Historia no perdonará jamás semejante sacrilegio. (…) Nosotros, como pueblo civilizado, no podemos tomar medidas que sean aconsejadas por la pasión, sino por la reflexión (…) Para no ser criminales como ellos, les pido que estén tranquilos; que cada uno vaya a su casa (…) les pido que refrenen su propia ira; que se muerdan, como me muerdo yo, en estos momentos, que no cometan ningún desmán. No nos perdonaríamos nosotros que a la infamia de nuestros enemigos le agregáramos nuestra propia infamia (…) Los que tiraron contra el pueblo no son ni han sido jamás soldados argentinos, porque los soldados argentinos no son traidores ni cobardes, y los que tiraron contra el pueblo son traidores y cobardes. La ley caerá inflexiblemente sobre ellos. Yo no he de dar un paso para atemperar su culpa ni para atemperar la pena que les ha de corresponder. (…) El pueblo no es el encargado de hacer justicia: debe confiar en mi palabra de soldado (…) Sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley castigue…” (3).
Esa misma noche grupos de peronistas, que veían detrás de la intentona el apoyo eclesiástico, quemaron las principales iglesias de Buenos Aires y la propia Curia metropolitana. Santo Domingo, San Francisco, San Nicolás de Bari, San Miguel Arcángel, la Piedad, la Merced, San Ignacio y la Curia.
Un hombre de la Libertadora reconoce: “Con todo lo arbitrario que fue el dictador, tengo y he tenido siempre para mí que el incendio de los templos históricos de Buenos Aires no fue una obra que deba considerarse típica de su idiosincrasia. El incendio de los templos, absurdo, ilógico e inexplicable en el medio argentino, aun dentro de la aberración de la dictadura, es, en cambio, un hecho común como medio de acción de los rojos españoles, incendiarios de profesión” (4).
Quizás evaluando la relación de fuerzas que se mostraba a esa altura desfavorable, Perón decidió bajar los decibeles y convocar a la oposición, de la que la Iglesia era un componente fundamental, al diálogo. El 5 de julio volvió a usar la cadena nacional y señaló: “Las fuerzas políticas no han participado en su condición de tales, aunque algunos de sus hombres puedan haberlo hecho en carácter personal. A través de mis largos años de lucha he aprendido a apreciar y juzgar ecuánimemente aun a nuestros enemigos, y deseo reconocer lealmente que considero que los partidos políticos populares no son capaces de aceptar que se tire criminalmente sobre el pueblo indefenso. (…) Para demostrar nuestra buena voluntad conjunta y nuestra disciplina partidaria, pido a todos nuestros compañeros una tregua en la lucha política. En ella esperaremos el resultado de este llamado sincero…”.
La crisis parecía encaminarse por laberíntico proceso de diálogo con las fuerzas de la oposición para impedir una confrontación de impredecibles consecuencias. La censura parecía quedar atrás y los más importantes representantes del antiperonismo organizado vieron abiertos por primera vez en años los medios de difusión estatales para expresar sus ideas y propuestas. El cambio de actitud del gobierno, según señalan numerosos observadores, tenía una base férreamente fundada: los mandos del Ejército que lo habían salvado del derrumbe total cuando la intentona del 16 de junio le habían impuesto ahora una tutela que el presidente debía aceptar a rajatabla. Perón ofreció a la Iglesia que fuera el Estado quien costeara la restauración de los templos destruidos, a la vez que hacía rodar las cabezas políticas del ministro del Interior y del de Educación, hombres de reconocida posición contraria a la Iglesia.
Pero la Iglesia rechazó el acercamiento y el perdón divino fue reemplazado por una Pastoral muy dura que se ocupaba de cada uno de los temas que habían llevado a las trincheras al gobierno y a la corporación eclesiástica.
También debió dejar el gobierno el titular de la Secretaría de Prensa, Apold, en un gesto que parecía anunciar una mayor libertad de expresión.
Pero los hechos ocurridos eran demasiado graves como para establecer rápidamente una línea acuerdista, y la tentación de desalojar a Perón de la Casa Rosada era en esos momentos una posibilidad real. La oposición de derecha, alarmada porque la política distributiva del gobierno recortaba considerablemente su tasa de ganancia, y la oposición de izquierda, obnubilada por su caracterización del gobierno como fascista, coincidieron paradójicamente en una misma estrategia. De esta manera, frustrado el diálogo y una salida negociada, la suerte quedó echada.
Los bombardeos de junio eran solo el ensayo de un golpe de Estado que aparecía como imparable y continuó su desarrollo según los planes de sus ejecutores.
La sublevación estalló en Córdoba acaudillada por el general Lonardi y fue apoyada por varias divisiones del Ejército y la totalidad de la Marina. Los combates duraron cinco días a lo largo de los cuales la Armada logró controlar el litoral marítimo y amenazó con bombardear las refinerías de petróleo de La Plata y la propia ciudad de Buenos Aires si Perón no renunciaba. El presidente constitucional entregó el gobierno a una junta de militares leales que negoció con Lonardi las condiciones de la renuncia.
El 23 de septiembre, mientras Perón partía hacia el exilio a bordo de una cañonera paraguaya, una multitud compuesta mayoritariamente por sectores de clase media y alta colmó la Plaza de Mayo para aclamar al nuevo presidente provisional, el general Eduardo Lonardi, quien dijo desde los balcones de la Casa Rosada –recordando a Urquiza– que no había “ni vencedores ni vencidos”.
Al hasta entonces diputado John William Cooke le quedaba claro que había vencedores que venían a terminar con las conquistas sociales del pueblo argentino y a instalar otro modelo de país.
“Esas fuerzas no están aliadas contra un hombre; lo están contra el pueblo, al que niegan el derecho de elegir su propio destino y su propio conductor. Reniegan de la Argentina nueva, la de las conquistas sociales, económicas y políticas, la de los principios de justicia y de la soberanía inmaculada, para intentar retrotraernos a la vieja factoría colonial de los estancieros explotadores, de los comerciantes ávidos, de los acaparadores habilidosos, de las ganancias exorbitantes, de los salarios de hambre, de los gerentes extranjeros y de los traidores nativos”.
El desenlace es conocido: el general Lonardi viaja a Córdoba y el 16 de septiembre subleva guarniciones militares. La situación no es clara ni cuenta con la simpatía de todo el Ejército. Sin embargo, triunfa y el 23 de septiembre asume como presidente provisional. Perón, sin presentar una renuncia escrita, se asila en la embajada paraguaya y parte al exilio, del que volverá 17 años después.
Clandestinamente se conoce La fuerza es el derecho de las bestias y Del poder al exilio, dos opúsculos escritos por Perón en los que intenta relatar los hechos que posibilitaron su caída, aunque en realidad se trata más de una justificación de su comportamiento. Explica que se opuso a entregar armas a los obreros para su defensa por temor a la posible guerra civil (y aunque no lo dice, por la consecuente radicalización del peronismo) y por su concepción de hombre de armas. Curiosamente, Perón omite los problemas con la Iglesia católica, conflicto que para muchos es la causa principal de su caída. Sin embargo, un detalle presagia lo que sucedió después: La fuerza… es un reportaje que concedió en Paraguay a un periodista de la National Broadcasting Company, y cuando le preguntó sobre qué pensaba hacer para volver a la Argentina, Perón respondió “nada” y luego sentenció: “Todo lo harán mis enemigos”.
1 En Miguel Gazzera y Norberto Ceresole, Peronismo, autocrítica y perspectivas, Buenos Aires, Descartes, 1970
2 LAFIANDRA, Félix (recopilador), Los panfletos. Su aporte a la Revolución Libertadora, Buenos Aires, Itinerarium, 1955.
3 La Prensa, Buenos Aires, 17 de junio de 1955
4 DEL CARRIL, Bonifacio, Crónica interna de la Revolución Libertadora, Emecé, Buenos Aires, 1959.
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