CULTURA
4 de octubre de 2024
Archivo Histórico Municipal: ROMOLINI, una esquina con historia.
En la historia del comercio céntrico de nuestra ciudad, por varias décadas hubo una esquina que quedó muy fijada en la memoria local de la gente que la frecuentaba, o simplemente, al pasar por la plaza Belgrano veía el despliegue del “recreo de Romolini”. Así y todo, esa es solo la punta del ovillo de una historia que tiene en su devenir un relato de sacrificio y creatividad para la actividad comercial de nuestra ciudad, en la que dos generaciones llevaron adelante diversos emprendimientos que, gracias al rescate testimonial, podemos contarles.
El comienzo de la dinastía…
Edelmiro Mario Romolini llegó con su familia a la Argentina desde su Cicagna natal a edad temprana, instalándose en la zona de Pigüé a raíz del trabajo de su padre como ferroviario. Lo enviaron como pupilo al Colegio Don Bosco en Bahía Blanca y en su regreso al hogar en esa localidad, conoce a quien fue su esposa. Muchos años mediante, se mudan a Bahía Blanca, donde Edelmiro Mario comienza a trabajar en el Ferrocarril del Sud, empleado en la confitería de la estación.
Los Romolini: Lidia, Mario, Edelmiro Mario, Raúl, Doña Luisa, Tito Daffunchio, esposo de María Esther, a su lado.
A esto le siguió un negocio propio que al obtener resultados muy poco satisfactorios lo lleva a mudar la familia –la pareja y sus hijos Raúl, María Esther y Mario- a Punta Alta en búsqueda de mejores horizontes. Podemos inferir que la experiencia y algunos contactos le permitieron trabajar en la Base Naval Puerto Belgrano, proveyendo a los buques de la flota de mercadería para las cantinas. María Esther, hija de Edelmiro recuerda algunos detalles: “Mi papá era representante de Nevares, una casa que era muy importante en Buenos Aires. Allá en aquel tiempo […] estaban el Moreno y el Rivadavia todavía. Que le traían mil y pico de personas. Y que entonces se iban a navegar mucho tiempo. Y había unos budincitos que duraban. Unos alfajores, que les decían tortas en aquel tiempo. Vendía mucho mi papá. Y vino por eso, porque lo mandaban de Buenos Aires lo mandaban acá. Acá a la estación, después lo descargaba.”[1]
El negocio familiar.
Los Romolini se mudaron desde su primer domicilio en la primera cuadra de Bernardo de Irigoyen a la esquina de Brown y esa misma arteria, para 1939. Mario instaló el negocio de confitería y heladería en esa esquina, ya entrada la década de 1940, donde la gente podía consumir caramelos, postres, merengues y helados.
Publicidad aparecida en el periódico El Regional del 30 de diciembre 1950.
La esquina de Brown e Irigoyen, sumaba a su ubicación privilegiada la parada de colectivos de larga distancia con su flujo de pasajeros, ya que en aquel entonces aún no existía la terminar de ómnibus. Para ese entonces los hijos Mario y Raúl comenzaron a tener más protagonismo en el negocio familiar y comenzaban a ocuparse de otros emprendimientos.
En la confitería, Raúl Romolini, su esposa Irene Conrat con María Luisa Romolini en brazos, las empleadas Lidia De Mare y Adelina Haag. Circa 1954.
Heladería Confitería Romolini, esquina Bernardo de Irigoyen y Brown – De izquierda a derecha Lidia de Mare, Adelina Haag y los esposos Irene Conrat y Raúl Romolini.
Mario junto al primer Food Truck de Punta Alta.
La “Línea al Buen Helado” de los Romolini.
Los esposos Elisa Conrat y Raúl Romolini en el café al paso.
Raúl en la puerta de El Once.
Una noche cualquiera en El Once, década de 1940.
El Food Truck de los hermanos
Raúl y Mario, pensaron junto a su padre una manera de “llevar” la confitería a la Base Naval Puerto Belgrano. Para mediados de la década de 1940, la intención era captar la clientela que conformaba la gran cantidad de trabajadores civiles y también algunos militares que no iban a comer a sus casas para continuar con su faena diaria en su puesto de trabajo. Con este objetivo en mente, compraron un vehículo que les permitía instalar una pequeña heladera y un horno con campana. Instalado en cercanías del Cuartel Base, una vez abierta la ventana lateral, la muchachada de la Base se acercaba a picar algo para luego seguir viaje a su dependencia. Carlos, hijo de Raúl, explica cómo se desenvolvía para aquellos años la dinámica empresarial de la familia. “Hacé de cuenta que en la confitería estaba el matrimonio mayor que eran mis abuelos con los hijos. Después cuando mi tía Esther, se casa, sale de la órbita. Entonces quedan los dos varones con los padres. La abuela se retira, porque ya era una persona grande. Entonces ellos ven la posibilidad de hacer algo más y uno se queda con el viejo –decían ellos- y el otro se va a trabajar. Entonces se turnaban para ir.”
Tiempo después, el motor del “Food Truck” dijo basta y solucionaron el inconveniente con una camioneta que lo remolcaba. Después tuvieron la posibilidad y los permisos para construir un local fijo en el mismo lugar. El mismo era “al paso y de parado”, donde se despachaban bebidas, helados y alimentos como jugos y sándwiches.
Raúl pica en Punta
Aquí comienza a destacarse Raúl, que tenía una gran inventiva y un espíritu bohemio. Carlos, destaca esa visión y relata cómo llega a Punta Alta la primera máquina de café espresso: “Él en un viaje que va a Buenos Aires, ve el café que se tiraba con la máquina, el espresso. Trae la idea de ponerla acá. Entonces ahí le dan un giro al negocio: dejan parte de la heladería, pero le agregan el café al paso. Que era de parado, se tomaba como Buenos Aires.”[2]
Recreo El Once
Como se señaló anteriormente coexistió con la confitería otro comercio de los Romolini ubicado sobre calle Brown, donde actualmente hay una concesionaria de automóviles. Era nada más y nada menos que el recordado Recreo “El Once”. No está muy claro el origen de su nombre, como Carlos lo expresa: “Supongo que podría ser por Kilómetro 11, porque por ahí pasaban mucha música de chamamé, mucha música del litoral. Viste que la gente del interior cuando viene acá ¿qué buscaba? Juntarse con sus amigos. Ahí tomaban mucha cerveza. Tenían tiros al blanco. Ahí no había café, helado ni nada de eso.”[3]
La entrada era un pasillo techado con sombra, plantas y parras y llegado al fondo del terreno y en toda la extensión del mismo, estaba el local propiamente dicho. Se escuchaba música con discos de pasta, se armaban guitarreadas espontáneas y también se organizaban concursos de cantantes aficionados para poner a prueba el talento de los asistentes y por supuesto, hacerse acreedores de algún premio, entre los vítores de los parroquianos que brindaban con cerveza. Como es de esperarse siempre había que invitar a salir a algún asistente pasado de copas que enturbiaba el ambiente. Funcionó hasta principios de la década de 1960 cuando los dueños del terreno no quisieron alquilarlo más.
La Heladería Il Sorpasso
Esta idea del café al paso junto a la heladería, daba lugar a que haya más asistencia de hombres que de mujeres y por lo tanto mermara la presencia de madres con sus niños consumiendo helado y confituras. Tengamos presente que estamos hablando de los años ´50 y en ese entonces, las costumbres eran otras. Por esto, Mario decide trasladar la heladería a mitad cuadra, sobre calle Irigoyen al 400 y bautizarla “Il Sorpasso”, homónimo de una película de Vittorio Gassman. El patio del comercio se conectaba con el terreno al que se podía ingresar por calle Brown, en el que estaban instaladas dos calesitas. “Ahí teníamos la calesita. Era una calesita chica y una pista de autitos. Había tantos chicos acá. ¿Sabés qué pasa? Eran tres vueltas a 20 centavos. Era así antes. Si nosotros vendíamos el helado, el más chiquitito 5 centavos. 5, 10 y 20.”[4]
La calesita destinada a los más chicos tenía un andar más suave y la otra tenía instalados camioncitos y autitos fijos. Fue construida por los Romolini, usando cañerías de gas y un motor de camión. Los pequeños hijos de Raúl, Carlos y María Luisa ayudaban en el arranque empujándolas y contribuyendo entre otras cosas en el negocio familiar, como la atención al público. María Luisa se divierte al recordar: “Yo en Il Sorpasso a los doce años yo trabajaba. Porque a la hora de la siesta, mi mamá venía a descansar y yo atendía. Era la mejor hora, cuando todos tus amigos se iban a la playa, yo estaba vendiendo helados. Qué va a hacer. (Risas)”[5]
Raúl atendiendo la barra en la esquina de Romolini. Se puede ver al empleado detrás, saliendo del anexo familiar. Década de 1960.
Cafés, helados y pasajes…
Con la Heladería Il Sorpasso funcionando, la confitería de la esquina, se fue transformando más en el café al paso dominado por hombres, aunque se mantenían las confituras y los helados. Raúl tuvo la idea de hacer un anexo al local con algunas pocas mesitas para las familias que iban a consumir y querían estar más cómodas y en otro tipo de ambiente. Habló con los dueños de la propiedad e hizo la reforma para acceder al espacio en el que hoy funciona una casa de comidas sobre calle Brown.
Como ya se dijo, en aquel entonces los colectivos de larga distancia paraban allí y por esta razón, a don Romolini le prendió la idea de instalar una pequeña boletería. “En ese lugar ahí estaba la venta de boletos, de la Estrella y eso. Tenías que tener una estructura para vender los pasajes. Se había hecho como una especie de rectángulo de machimbre, con vidrio, con una puertita. Como un kiosquito. Y ese era el lugar donde se vendían los primeros boletos de larga a distancia. Eran los colectivos que venían, El Cóndor, la Estrella.”[6]
Fotograma de la película “La Muchachada de a Bordo” (1967) donde se puede ver la esquina de la confitería y el cartel.
La muchachada de Romolini
La gran mayoría de los puntaltenses con algunos años a cuestas conocemos las películas La Muchachada de a Bordo. Por una cuestión cronológica la primera versión de 1936 protagonizada por Luis Sandrini, ha quedado opacada en el recuerdo por su remake más cercana en el tiempo de 1967, protagonizada por el cómico Carlitos Balá y el cantante Leo Dan. Nuevamente Punta Alta se convirtió en locación y la esquina de Romolini –así como la plaza General Belgrano y la escuela N° 2- fue captada en celuloide para la historia del cine nacional, en octubre de 1966. En una de sus escenas en exteriores se puede apreciar el flamante cartel de la confitería. Carlos nos cuenta que fue producto del “canje” que su padre realizó con la productora: “Entonces les prestó ese lugar (el anexo sobre calle Brown) para que hicieran de camarines, mientras hacían los exteriores. De hecho, en la película […] hay unos exteriores en la película. Está el cartel con mi abuelo, parado ahí el viejo. Que ni sabía el viejo, estaría controlando algo. Y estaban filmando, tenían esos equipos de filmación con los rieles, con todo el carrito y qué se yo. Y el viejo quedó inmortalizado en la película, no lo sacaron. Como no miró la cámara, sino como que estaba ahí.”[7]
El efímero Noa Noa
Posteriormente al cierre de El Once y la confitería, los hijos de Edelmiro Raúl deciden no trabajar más en el comercio familiar con excepción de Raúl, quien luego de vender el terreno familiar de calle Brown emprende una idea que lo sacaría del radio céntrico. Se asocia con el señor Esquiano, que tenía una carpintería en la esquina de Alem y España y allí instalan –luego de una puesta en valor del edificio con poca inversión- el local nocturno, “que era pomposamente llamado boite que se llamaba Noa. […] Era para que fuera la gente grande a escuchar música y a bailar. Lo tuvo unos meses y lo cerró. Fue en el intermedio entre que se cerró la confitería y que surge lo de Arroyo Pareja.” Nos comenta Carlos, que además sostiene que era bastante hostigado por las autoridades en lo relativo a controles.
Cantina Frente al Mar.
Orquesta que animaba sábados y domingos- Gustavo, el menor de los hijos de Raúl y una amiguita bailando (Década de 1960).
Aviso de la revista la Noticia N° 4 de septiembre de 1968.
La cantina Frente al Mar en pleno funcionamiento (Década de 1960).
Gustavo Romolini posando con la Mini Cantina (Década de 1970).
“Bienvenidos a Bal-Map”. Fotografía de la nota de la revista Reporte N° 10 de febrero de 1974.
La cantina de Arroyo Pareja
Frustrada la aventura de Noa Noa, Raúl obtiene del municipio una parcela de terreno y se instala como concesionario en el balneario de Arroyo Pareja hacia la década de 1960. Su intención era ofrecer comida y bebidas, que el consumidor de mariscos de Punta Alta no se tuviera que trasladar a Ingeniero White para hacerlo y además sumar la atracción de shows en vivo sobretodo en temporada estival. La familia pasaba la temporada asentada allí: “En ese lugar te imaginas que no había nada nada. Si nosotros dormíamos en uno de los vagones que lo desarmaron y quedaron dos y en uno de esos dos vivíamos nosotros en temporada, ahí.[8]
Esos vagones del ferrocarril que habían quedado y a los que hace referencia, eran tres en total y fueron usados provisoriamente para trabajar la temporada ofreciendo el servicio de cantina.
Luego Romolini –usando la mayor parte de su capital- construyó la estructura donde funcionó la bautizada cantina “Frente al Mar” – inspirado en un tango de Mariano Mores-, un espacio mucho más grande que el que se conoce hoy, reutilizando material de rezago de la Armada obtenido en remates, para amoblar y dotar de mesas y sillas el lugar. Las boyas que hoy día se ven en esa zona de cantina, fueron compradas e instaladas por él. El edificio poseía grandes dimensiones y fue construido rápidamente invirtiendo todo su capital.
“Hubo que levantarla porque él no la quería a nivel de piso, porque decía “si un día el mar viene, qué se yo, sube, se inunda.” […] había una pared hasta lo que nos da la altura, 80, 90 (cm) y después había vidrio. Todo era vidrio claro todo. Entonces vos tenías una vista, si vos te parabas aquí, te sentabas mirabas para el lado de Puerto Rosales -que no había nada ahí- y mirabas para allá y vos tenías una visión así de 180°. La gracia era esa.”[9]
Hay que remarcar que la concesión otorgada era muy extendida en el tiempo y durante esos años varios inconvenientes y trabas se suscitaron complicando su explotación. Por ejemplo, en lo referido al acceso a esa zona balnearia, las autoridades de la Base Naval durante gobiernos de facto restringieron los horarios de ingreso. Carlos pinta el panorama con el que su padre tuvo que lidiar entonces: “Y te digo que hizo cualquier cantidad tramitaciones, porque en ese entonces era Guillermo García era el intendente, en la época del proceso. Y como ellos eran amigos, pero no, no, no, era férreo la cosa. (Era) el primer gobierno de Onganía.”[10]
Para la década de 1970, la zona concesionada fue bautizada como Bal-Map y gozaba de gran aceptación por el empeño puesto por Raúl en mejorarla a través de lo señalado. “Hablar del balneario Municipal, […] es hablar de Bal-Map, que es el proyecto que el señor Romolini ha ido llevando a cabo en estos últimos años, renovando constantemente el lugar y tratando de hacer realidad algunas de sus muchas ideas, las cuales serán más reales con la concreción de un sueño anhelado por muchos: el acceso pavimentado hasta la punta del muelle. […] El Sr. Romolini que ha brindado mucho a la población, necesita también la ayuda de ésta y sobre todo de la administración pública pues necesita para concretar su obra, de una concesión de duración prolongada que le permita desarrollar las ideas antes mencionadas, como por ejemplo hacer precios competitivos con otros balnearios, cambiar la decoración de la Cantina, y con el camino asfaltado, poder tener abierto todo el año.”[11]
Gran parte de la fisonomía actual de nuestro balneario de Arroyo Pareja, tiene la marca de Raúl Romolini, María Luisa, recuerda algunos datos de su búsqueda de brindar un servicio al veraneante, como la novedosa moto, “Como una mini cantina, que iba, como no había en la punta (del balneario). Entonces, por ahí había gente pescando, entonces iba con la moto, el carrito ese. Pero eso no fue mucho, fue un tiempo. Al hacer todo lo que él hizo, le había dado otra forma al balneario y él la amaba la playa. Es más, él se quedó con las ganas de hacer la pileta que se llenaba con el agua de la marea.”[12]
La concesión se abandona fines de la década de 1970, debido a la imposibilidad de cumplir con el pago de los servicios de la misma. Raúl intentó mantener a flote la actividad comercial, no con la cantina (ya que la venta de servicios estaba vedada) sino usando el predio para la venta al público de elementos de rezago obtenido de los remates que mencionamos anteriormente. Previa coordinación y en horario diurno, la gente se acercaba a comprar algo de ese material.
Carnavales en el Club Los Andes, 1962. Carlos Romolini con anteojos, nariz y bigote, Carlos Daffunchio, Raúl Romolini, el señor Mayral y Tito Daffunchio.
Otra de Los Andes. Los Romolini disfrutando la velada, Raúl con anteojos, nariz y bigote falsos.
Los hermanos Romolini y el intendente Jorge Izarra descubren la placa del corsódromo “Raúl Romolini”, 2 de enero de 2001.
Llegan las hamburguesas
En un viaje a Capital Federal algo despertó el interés en Raúl para un nuevo capítulo en su derrotero comercial: la venta de hamburguesas. Para ese entonces, primeros años de la década de 1970, era toda una novedad y podríamos aventurarnos a decir que fue la primera en su tipo. Compró el horno y la plancha marca Bianchi y de esta forma nace Río Romo, en Colón al 200. “Con eso se largó a poner un negocio de venta de hamburguesas que lo habilitó en la calle Colón, en lo de Roa, el fotógrafo, que tenía un garagecito y puso un local de venta de hamburguesas y bebidas y sándwich, minutas, así, que estaba abierto a las 24 horas del día.”[13]
El nombre elegido fue Río Romo, con la apócope del apellido para hacerlo más exótico y algún homenaje que no se ha podido precisar. A la mañana el local funcionaba como “parada técnica” para colectiveros que desayunaban allí y proseguían con los viajes. Luego y hacia el mediodía las que arrancaban eran las hamburguesas que sin detenerse lo hacían durante todo el día y la madrugada. Los noctámbulos y los que salían de bailar se codeaban en el pequeño local para comer o tomar algo y prolongar la salida. Y por supuesto el toque bohemio y original: “Había puesto un Winco, que era lo que había y la gente iba y se ponía la música que quería escuchar. Estaban los discos a disposición. Sin pagar. Vos ibas a comer y tenías ganas de escuchar una música y tenía entonces, podías escuchar folklore, podía escuchar Roberto Vicario, música romántica o podías escuchar Jazz o Rock lo que quisieras.”[14]
Raúl vendió el fondo de comercio y se dedicó a su próxima aventura comercial. El problema que enfrentó y que determinó ésta decisión, fue que Rio Romo funcionaba a la par de la cantina concesionada en Arroyo Pareja, por lo cual, en las épocas estivales, era muy complicado mantener cubiertos ambos locales, si bien en el período invernal y con las complicaciones ya expuestas para la cantina, el local de hamburguesas 24 horas, era exitoso.
En los Carnavales y en la bohemia…
La visión comercial de la familia Romolini buscó extenderse más allá del negocio propio, generando movidas culturales para toda la familia, como algunos espectáculos musicales, los famosos carnavales y sus bailes. Primeramente, se conformó una comisión junto a otros comerciantes de la ciudad con intereses similares, organizando los corsos en la década de 1960, en el circuito céntrico con gran éxito, fruto del interés por hacer un espectáculo colorido e interesante, donde participaban haciendo sus carrozas. “Entonces era un grupito de ocho, diez, doce comerciantes, no más, los que había, los que tenían onda, los que le interesaba y que organizaban cosas. Gente con visión, porque ahí había mucha gente, no es que todo se le ocurrió a él. Yo no le quito mérito a ninguno de todo esto. Siempre trataban de armar algo el grupete que estaba Fulgenzi, Paloti, Mercatelli, que era un muchacho que tenía transporte.”
Y Carlos continúa con el recuerdo: “Él (su papá) llevaba su carroza que siempre eran temas náuticos: botes, con redes, peces, qué sé yo. Y hacía su publicidad: “Termina el carnaval y venga a Arroyo Pareja a seguir disfrutando del carnaval” qué se yo, porque bueno, era su negocio.”
Un joven Raúl Romolini.
Muchos recuerdan el frustrado “Carnaval Internacional Rosaleño” de 1965, un evento organizado por la comisión Pro Corso, que prometió la presencia de comparsas brasileñas, uruguayas y chilenas y resultó en algo por lo menos decepcionante. Ruben Da Representacao recuerda cómo Raúl expresó su disconformidad ante la supuesta estafa: “Romolini se vio tan indignado con el tema éste de que no se cumplían los requisitos hablados en su momento por el tema del corso internacional que salió con una jaula y un perro adentro como diciendo ´nos metieron el perro´.”[15]
En 2001 y de manera póstuma (Raúl falleció en 1981) se lo homenajeó nombrando al Corsódromo ubicado en el predio de la FISNA, “Raúl Romolini”. Sucedió el 2 de enero de ese año “en un nuevo escenario extracallejero, ubicado en el predio de la Fisna, Pueyrredón y Bernardo de Irigoyen […]. El corsódromo llevará el nombre de “Raúl Romolini”, en homenaje “a un habitante que fue un hacedor de muchas cosas en la ciudad.””[16]
Raúl fue trabajador, comerciante, bohemio. Como dice su hijo “Muuy bohemio.” El último eslabón de la familia en dedicarse a la actividad comercial, mechada de creatividad y visión artística. “Se ve que él le agarró el gusto a eso, nunca le gustó depender de alguien. Concretamente tener un patrón, como se decía antes, tener un jefe. Entonces con esta historia de ser cuentapropista, que sería ahora. Que antes se decía autónomo. Siempre buscó ese rubro.”
María Luisa coincide “Mi papá amaba todo lo que era negocio. Era un tipo muy visionario, el único problema era que le costaba mantener. Siempre estuvo mi mamá. Mi vieja era la que laburaba, porque mi viejo era un bohemio, pero tenía visión de negocio. Porque las cosas que puso, te puedo asegurar que siempre le dio resultado.”
Por Prof. Guillermo Bertinat.
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